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Tierra de paisaje inquietante, propone un viaje en el tiempo. Si uno quiere saber cómo fue el mundo hace millones de años, solo tiene que llegar hasta el noreste de la provincia de San Juan justo en el límite con La Rioja. Allí, se encuentra una extensa área natural de gran valor geológico. Recorrer esta zona propone una travesía hacia el Triásico, un momento de la evolución de la tierra que se inició hace 248 millones de años, al principio de la Era Mesozoica.
Ischigualasto, también conocido como Valle de la Luna, es una cuenca que se extiende también a su vecino el Parque Nacional Talampaya. Juntos son Patrimonio de la Humanidad por Unesco desde el año 2000. Para llegar no son necesarios los cálculos cuánticos, ni las complejas naves, cualquier medio de transporte lleva hasta este territorio en el noroeste del país.
Elegimos hacer base en el paraje El Chiflón (La Rioja) , un sitio con potencial que cuenta con una Reserva Provincial y una linda hostería. Un pueblo mínimo que busca en el turismo una alternativa para crecer, ubicado a 33 km de Valle de La Luna.
Las 62.000 hectáreas de tierra sanjuanina que forman parte del Parque Provincial Ischigualasto son parte de una cuenca más extensa que incluye también al Parque Nacional Talampaya, y es considerada Patrimonio de la Humanidad. ¿A qué se debe semejante distinción de la Unesco?
El área tiene un extraordinario interés científico ya que preserva la secuencia entera de los sedimentos del Triásico, una suerte de muestrario secuenciado del reino vegetal, animal y mineral de aquella época. Uno de los pocos que existe en el mundo.
Entre otras muchas cosas, documenta la transición desde los ancestros de los mamíferos en el Triásico temprano y la aparición de los primeros dinosaurios en el Triásico tardío. Un bocato di cardenale para los investigadores del pasado.
Pero, no todo es huesos y piedras milenarias, el sitio también propone actividades de aventura para recorrerlo y disfrutarlo.
Llegamos al parque a media tarde para ver allí el atardecer. Tenga en cuenta que el verano es una época muy calurosa, no es la más agradable para visitar la zona. Sin embargo, durante gran parte del año lo ideal es ir temprano a la mañana o a última hora de la tarde, para evitar las horas de máxima exposición solar .
El viento sopla con fuerza como casi todos los días una vez pasado el mediodía. Su intensidad y persistencia nos recuerdan que él es el artífice de este valle, el gran escultor que modeló una a una las singulares geoformas que veremos a lo largo del recorrido.
Para conocer el parque existen varias alternativas, en auto, en versión trekking o en bici y también se organiza una caminata nocturna los días de luna llena.
Nosotras elegimos el circuito clásico que alterna un recorrido en el vehículo propio y varias paradas en puntos clave, siempre en compañía de un guía del parque, la única forma de acceder. El trayecto avanza a lo largo de 40 km y lleva unas tres horas.
Somos afortunados: hoy la caravana es pequeña y Marcos Cuello, el guía, se sube a nuestro auto, hay tiempo para bombardearlo a preguntas entre una parada y otra.
Ischigualasto es una palabra de origen quechua que significa “lugar sin vida” o “tierra muerta”. También “sitio donde se posa la luna”. Definitivamente, prefiero la última, una interpretación más cercana al romanticismo que invita a soltar la imaginación, porque aquí la mente trabaja como loca buscando imágenes posibles para las caprichosas geoformas que se nos presentan.
La tierra que hoy percibimos como un territorio seco y estéril, con escasa vegetación, alguna vez fue territorio verde de clima tropical. Millones de años más tarde se modificó radicalmente, se deprimió y se fue secando. Luego, producto del choque de las placas tectónicas, los sedimentos del Triásico se elevaron y se volcaron hacia el este. Todo el rastro del Triásico quedó a flor de piel, extendido sobre la superficie terrestre. Un flash.
La primera parte del trayecto transcurre entre Valle Pintado y la famosísima Cancha de Bochas. En este sector, las geoformas están cubiertas de bentonita, una arcilla que tiene potasio, hierro y magnesio. “Este material le da el aspecto lunar al paisaje. De noche, durante las salidas de luna llena permite que la luz se refracte con claridad. No es necesario luz adicional para verlo”, señala Marcos. Además, es impermeable, de modo que el agua resbala y no se filtra a la tierra, de ahí la falta de vegetación.
La Cancha de Bochas se distingue por la gran cantidad de piedras redondas. Parecen balas de cañón olvidadas en un campo de batalla abandonado a las apuradas. Aunque algunas son muy pequeñas, otras tienen un metro de diámetro. “Son concreciones sedimentarias –explica Marcos–, un tipo de formación que se organiza a partir de un núcleo: puede ser una materia orgánica (una semilla, un pedazo de madera, un hueso…) o un elemento inorgánico. Bajo precipitación sedimentaria, las pequeñas partículas de arena y sales minerales se van adhiriendo a ese núcleo. En este proceso, el carbonato de calcio funciona como pegamento. Son como perlas que se forman bajo tierra”, concluye poéticamente.
Tienen 220 millones de años y, aún hoy, la erosión sobre el terreno va descubriendo nuevos ejemplares de esa época.
Atrás dejamos la geoforma de La Esfinge y la formación Rogelio Díaz Costa, que lleva el nombre de un periodista que acompañó varias campañas geológicas y bautizó al sitio como Valle de la Luna.
En El Submarino vemos la potencia del viento Zonda: en 2015, las ráfagas –que pueden llegar a los 220 km/h– lograron derribar uno de sus supuestos periscopios. Ahora queda el último y, además, es el punto más alto del circuito.
“En la formación Ischigualasto –una de las siete del Triásico– se encuentran los fósiles casi sobre la superficie”, señala Marcos para subrayar la importancia del lugar donde se hallaron restos de 320 especies extintas, características sólo comparables con yacimientos muy antiguos y conservados en el continente africano.
A mitad de camino, en el centro de interpretación William Sill, se puede ver en vivo y en directo el trabajo de los paleontólogos. Allí mismo, donde se encontraron tres restos fósiles, se construyó una estructura para preservar el lugar y mostrar cómo es un campamento científico en plena actividad.
Nos enseñan qué es el bochón –capas alternadas de tela, yeso y aluminio– con que se cubre a la roca que contiene el fósil, para luego llevarla al laboratorio. Otros restos de huesos están sobre la superficie. Son dos Scaphonyx, reptiles antecesores de los dinosaurios, y un Ischigualastia, reptil anterior a los mamíferos.
El Hongo es la última geoforma que nos obliga a parar por su atractivo. La pronunciada inclinación de la estructura hacia el este es el resultado del choque de placas y la posterior elevación de la cordillera de los Andes, una característica que comparten otras geoformas de la zona.
Cae la tarde. Regresamos bordeando la formación de Barranca Colorada, que se ilumina de un modo sobrenatural cuando la luz se precipita sobre la piedra y la enciende de rojo. Entonces, pensamos en Marte, y la luna es sólo un primer recuerdo.
A partir de la construcción de la hostería El Chiflón Posta Pueblo, El Chiflón se posicionó como una alternativa de alojamiento interesante para conocer Ischigualasto pero también el P.N Talmapaya ya que se encuentra más o menos equidistante de ambos destinos. El sitio es ideal para aquellos que huyen de las zonas muy pobladas y buscan un contacto cercano con la naturaleza.
Fuera de la hostería, hay muy pocos servicios, pero no importa porque allí uno encuentra todo lo necesario para pasarla bien. La atención es excepcional: los empleados son de los pueblos vecinos y tienen esa amabilidad natural de la gente del norte que los huéspedes agradecemos. La comida es rica, casera, muy variada. Aquí, siempre encontrará una palabra atenta y el buen consejo para recorrer los alrededores. Las noches son maravillosamente estrelladas y el relax está asegurado. Al frente, dos amigas, Marisa y Keny, hacen posible la magia.
El hotel fue construido como un pueblito de montaña, alrededor de una calle principal que sube siguiendo el ritmo del suelo y no deja ver el final. A un lado y al otro están los cuartos, ambientados con espíritu riojano, sin pretensiones, cómodos y con lindas vistas hacia las montañas. Más allá la piscina con los camastros dispuestos para disfrutar del agua los días de calor.
Además, el pueblo cuenta con la nueva Reserva Natural de El Chiflón que le suma un atractivo extra al destino y merece una detenida visita.
El único tema para considerar es que no hay estación de servicio. Las más cercanas están en Patquía (70 km), San Agustín del Valle Fértil (70 km), Villa Unión (130 km) y San José de Jáchal (130 km). Tenga en cuenta este dato para llenar el tanque antes de llegar o para los días sucesivos, según cuál sea su destino.
Desde el hotel nos proponen probar los nuevos senderos que ofrecen a los huéspedes. Nosotros elegimos uno que lleva el nombre del chef del lugar, Héctor Gordillo, un caminador incansable que recorrió la zona con el hacedor de la posada, Mario Bruno Indómito, años atrás.
Hace unos meses con Ángeles, la hija de Mario, decidieron retomar esa costumbre para ofrecer caminatas a los que pasan por aquí. Prepararon a un grupo de chicas de los alrededores, quienes ofician de lazarillos para aquellos que disfrutan de pasear por la montaña.
Nosotras partimos en compañía de Celina, que a cada paso nos cuenta los usos de las plantas que van apareciendo. Hace poco llovió y la tierra lo agradece con un verde nuevo y algunas flores, como las pequeñitas y blancas de la jarilla o las amarillas y carnosas de los cactus.
La frutilla del postre son Las Pretinas, una formación que se asemeja a una sucesión de polleras ajustadas a la cintura con sus pliegues –de piedra– de tonalidades varias.
A pocos metros de la hostería, está la Reserva Natural Provincial El Chiflón, un sitio que pertenece a la misma cuenca de Talampaya-Ischigualasto. Frente a la entrada, en el comedor de Luis Fonzalida, nos espera Laura Cuello, guía del lugar.
La reserva tiene unas 9.000 hectáreas protegidas que esperan alcanzar la categoría de Parque Provincial, un cambio que traería más recursos para invertir en conservación, cartelería e instalaciones. Hasta algunos sueñan con el museo propio. “Eso sería muy bueno”, afirma Laura. “El sitio es una fuente de trabajo para nosotros, y con más recursos atraería mucho turismo”.
Existen cuatro circuitos: algunos combinan auto y trekking, otros son a pura caminata. Nosotras vamos por la primera opción, que nos lleva por el antiguo lecho de un río, con paredones erosionados y geoformas de arenisca talladas por el viento.
Lo primero que vemos son los morteros comunitarios. Aquí, hay sólo 13, pero en toda la reserva se han detectado unos 300. “Unos se usaban para molienda, otros funcionaban como reservorios de granos, otros eran para teñir, incluso se cree que algunos proveían agua que se guardaba en cántaros de barro”, cuenta Laura. Para marcar y horadar la piedra se usaba una mezcla hecha con el jugo gástrico de los animales, cortezas, raíces y grasa. Los ingredientes se hervían y se obtenía una pasta con poder ácido para marcar el perímetro del mortero y ablandar la piedra que luego se tallaba con utensilios líticos.
En otro sector se observan restos de coníferas fosilizadas, con la apariencia de un minibosque.
La zona debe su nombre al sonido que hace el viento Zonda cuando pasa entre las formaciones, una especie de silbido que se escucha con más intensidad en julio y agosto. Ahora es sólo un lejano murmullo y hay que estar muy atento para percibirlo.
Laura es de La Torre, una localidad vecina donde sólo se cuentan 23 casitas, incluidas la escuela primaria, la capilla, el salón comunitario y un centro de salud que funciona gracias a la presencia de una enfermera que un día llegó al pueblo. “Por suerte se enamoró de un lugareño y se quedó a vivir para siempre, porque aquí no tenemos médico y, a veces, ni remedios”.
Terminamos la visita en el comedor de Luis, donde reponemos fuerzas con un rico guiso de chivito.
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