El alud de votos que el Senado lanzó en su contra quitó las últimas burbujas de oxígeno político con las que Manuel García-Mansilla respiraba en la Corte Suprema de Justicia: hacían falta al menos 25 manos alzada para voltear su pliego, pero se juntaron 51. Y de casi todos los bloques políticos menos el oficialista. Era imposible seguir andando con semejante vendaval en contra.
Sin embargo, la primera reacción del ministro del máximo tribunal designado por decreto en comisión hasta el fin del año legislativo fue, cuanto menos, ambigua: anunció una “presentación formal” ante sus colegas para preguntarles cuál era “el estatus de su investidura como juez” luego del rechazo del Senado.
Quizás el malestar que esa idea causó en sus compañeros –“Manuel debe resolver esto solo, no tiene por qué involucrarnos a nosotros”, farfulló uno de ellos el mismo jueves al anochecer-, el lánguido sostén que tendió el Gobierno luego de la resonante derrota de su estrategia amateur para mantener a García-Mansilla en su asiento, o un rayo de sensatez del propio ministro durante el fin de semana, desembocaron en la sustanciosa carta de renuncia firmada en la mañana de este lunes.
En ese texto, García-Mansilla busca justificar su aceptación al decreto que lo puso en la Corte, y también dispara contra la tesis de Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz -presidente y vice de la Corte- según la cual el máximo tribunal puede funcionar sin problemas con tres integrantes cuando deberían ser cinco.
Respecto del primer asunto -determinante en el voto negativo de unos cuantos senadores- el ahora ex miembro de la Corte niega haber dicho en la Comisión de Acuerdos que jamás aceptaría asumir por decreto, sino que no estuvo bien la designación en comisión que Mauricio Macri hizo de Rosatti y Rosenkrantz en 2015, y que, “con el diario del lunes”, por los rechazos y el escándalo que suscitó, él no la habría aceptado.
Pero ahora, insiste García-Mansilla, las circunstancias son muy otras, y que “como cualquier abogado” se vio en la misión patriótica de aceptar el llamado de Milei para evitar el mal funcionamiento de la Corte mientras el Senado pisaba su pliego y el de Ariel Lijo por casi un año sin razón alguna.
Verdad a medias
Pero la suya es, cuánto menos, una media verdad. Por más manipulaciones y supuestos recortes pérfidos de sus declaraciones puedan aceptarse, García-Mansilla no fue interpelado sobre lo que ocurrió hace diez años, sino lo que haría él si el presidente intentaba ponerlo en la Corte por decreto, como efectivamente ocurrió en febrero. Y, aunque con ciertas vacilaciones y medias palabras, el candidato dijo que no lo aceptaría. Todo el país entendió lo mismo.
Este mojón clave en los hechos de la semana pasada y el desenlace de este lunes no le quitan razón a otra parte del razonamiento de García-Mansilla: todas las fuerzas políticas -empezando por el kirchnerismo pero también el Gobierno y sus proxys, aliados y socios circunstanciales- participaron alegremente de una chanchada -Victoria Villarruel dixit- institucional.
Condicionados por la necesidad de impunidad de Cristina Kirchner para su condena definitiva por corrupción y los juicios que vienen, los senadores peronistas jugaron durante todo el 2024 a pisar los pliegos para la Corte para forzar una negociación con el gobierno respecto de los candidatos y una apetecible -para ellos- ampliación del máximo tribunal que permitiera repartir cargos como caramelos.
A propósito: esa negociación ocurrió, casi se concreta y terminó naufragando en el verano, aunque luego de los decretos de Milei intentó ser reanimada.
Lobby con los gobernadores
El destino de García-Mansilla, a su vez, había quedado atado al de su controvertido compañero de butaca, el juez federal Ariel Lijo, quien sí se movió -arriba de la mesa y debajo de ella, con buenas artes y de las otras- para conseguir los votos en el Senado que el Gobierno no se molestaba en negociar para el académico.
Lijo y su sponsor, el ministro de la Corte Ricardo Lorenzetti, forzaron esa búsqueda hasta el extremo de inquietar a los mismos gobernadores y sensores a los que amablemente se les mostraba la conveniencia de apoyar a Lijo, y de paso a su compañero de decreto, que mientras tanto ya había jurado en la Corte como ministro en comisión.
Esos últimos dados sobre el paño verde sellaron el destino de ambos postulantes. Con un poder rápidamente menguante en el peronismo pero acotado justamente a una ciudadela en el Senado, Cristina encontró un incentivo político mucho más grande en “voltearle” los candidatos a Milei que en negociar con él su designación.
Ante la impavidez libertaria, solo quebrada a último momento y desesperadamente el jueves pasado ante la evidencia de la derrota, los peronistas dialoguistas y los radicales no podían hundir a Lijo y salvar a García-Mansilla. Como dijo Milei durante todo el año: eran los dos o ninguno. Fue ninguno.
Con los votos en la pantalla del Senado, el Gobierno intentó que García-Mansilla resistiera en el cuarto piso de Tribunales, como esos soldados japoneses perdidos en remotas islas del Pacífico que en los años 60 y 70 aun creían estar combatiendo la Segunda Guerra Mundial.
Un rocambolesco amparo del juez K Alejo Ramos Padilla, la retahíla de constitucionalistas y organizaciones civiles que reclamaban la salida inmediata del “ocupa” en la Corte y este mismo lunes una denuncia penal por parte del senador de La Cámpora Martín Doñate, demostraron que esa jugada era imposible.
Y Manuel García-Mansilla, un académico brillante sin padrinos ni compromisos políticos, se rindió ante la evidencia. Esas cualidades que en su carta de renuncia destaca de sí mismo -y que tal vez podrían haber hecho de él un notable ministro de la Corte- fueron las que acabaron con su breve paso por el máximo tribunal, con un homenaje al gran Osvaldo Soriano: triste, solitario y final.